Contribución I. En busca de nuevos caminos en América Latina

Alma Espino y Norma Sanchís, Red de Género y Comercio– Capítulo Latinoamericano.
Alma Espino y Norma Sanchís introducen el nuevo pensamiento latinoamericano sobre desarrollo alternativo que se está traduciendo en políticas y regulaciones que van más allá del paradigma de desarrollo humano pero teniendo en cuenta su incidencia relativa y dan prioridad a la calidad de vida y al enriquecimiento de potenciales humanos. Ellas sostienen que estos debates surgieron mientras una serie de crisis relacionadas entre sí se habían hecho visibles: la recesión económica global, el cambio climático, la crisis alimentaria, la crisis de los sistemas de cuidado. Las nuevas propuestas se alimentan de tendencias diferentes que constituyen una respuesta crítica al pensamiento y las políticas dominantes en el contexto de las transformaciones significativas en las economías y las sociedades durante los años ochenta y noventa. Señalan la necesidad de construir modelos de desarrollo que incluyan y tengan en cuenta las demandas y las propuestas de los movimientos sociales, entre los cuales el movimiento de mujeres tiene una presencia constante. Junto a las perspectivas progresistas y las más tradicionales de la izquierda, surgen nuevas perspectivas que incluyen las de los pueblos indígenas, los sectores campesinos y de pequeñas/os productoras/es rurales, sectores urbanos dedicados a producir como cooperativas y, sin duda alguna, también del feminismo.
Introducción
Los diversos paradigmas alternativos que hoy se plantean en América Latina coinciden en socavar la centralidad que tiene el mercado en la escena económica, en el cuestionamiento al sector financiero y a la hegemonía de las corporaciones transnacionales en el diseño y usufructo de las ganancias de la globalización neoliberal. Estos paradigmas alternativos colocan al ser humano, al medio ambiente, y más en general a la producción y reproducción de la vida en el centro de la economía y los objetivos del desarrollo. Pero los esfuerzos por cruzar e integrar esas alternativas con el enfoque feminista—que hace visible la persistencia de un orden jerárquico de género en muchas esferas, y destaca la contribución de las mujeres a la reproducción y la organización social de los cuidados —son todavía incipientes y débiles.
El Buen Vivir
La perspectiva del Buen Vivir se trata de un cuerpo de ideas que delinea una visión de la vida y la economía de las naciones sobre la base de un conjunto de principios fundamentados en la cosmovisión indígena andina. Estas ideas se plasmaron en las constituciones de Ecuador(2) y Bolivia.(3) En el primer caso, el Buen Vivir, del quichua sumak kawsay, significa vida buena, no mejor ni peor que la de los otros, buena para quien la vive, y liberada de ambiciones.
Como nota Magdalena León, en términos económicos, el Buen Vivir cuestiona directamente la lógica de la acumulación y reproducción ampliada del capital y reafirma una lógica de sostenibilidad y reproducción ampliada de la vida. El Buen Vivir se asume como un modo de organización económica y social y como un derecho de la población a una vida sana y equilibrada, que garantice sostenibilidad, incluyendo en este equilibrio la relación de los seres humanos con la naturaleza. En esa perspectiva, se reconceptualiza la diversidad de formas de organizar la producción, la reproducción, el trabajo y el intercambio.
Soberanía alimentaria
Las organizaciones sociales que acuñaron el término ‘soberanía alimentaria’ son claras en señalar que, más que un concepto, se trata de un principio y una ética de vida que emerge de un proceso de construcción colectivo, participativo, popular y progresivo. Este proceso se ha ido enriqueciendo de los debates y discusiones políticas iniciadas en el proceso mismo de conformación de las organizaciones campesinas nucleadas bajo La Vía Campesina que son críticas a las actuales políticas liberalizadoras agrarias y alimentarias (Caro, 2011).
En diversos documentos y declaraciones, estas organizaciones han definido el concepto de soberanía alimentaria como el derecho de los pueblos a definir sus propias políticas de agricultura y alimentación. Esto implica proteger y regular la producción agropecuaria y el comercio agrícola para lograr objetivos de desarrollo sostenible, proteger los mercados nacionales de las importaciones y limitar los precios injustos en los mercados. Se materializa en el derecho a decidir cómo organizar la distribución y consumo de alimentos, de acuerdo a las necesidades de las comunidades, en cantidad y calidad suficientes, priorizando productos locales y variedades criollas (CLOC–La Vía Campesina, 2010).
Economía social
El concepto de Economía Social alude a un conjunto de experiencias productivas en un determinado territorio, que funcionan con una organización del trabajo y unos objetivos económicos diferentes a los del sistema capitalista. Pero también refiere a actores que se organizan bajo formas económicas, sociales, de representación de intereses, académicas, políticas y otras, y que tienen una praxis orientada a la construcción de otra economía, de otra sociedad más equitativa y más justa.
La economía social— en tanto teoría en construcción —resalta valores como la reciprocidad y la equidad y cuestiona la centralidad de la rentabilidad del capital como motor de la actividad económica que plantea la economía convencional.
Las experiencias de economía social están creciendo en América Latina. El nuevo estadio del capitalismo globalizado y concentrado, vinculado a la velocidad del cambio tecnológico y la ‘financiarización’ de la economía que requiere menos trabajo asalariado, llevaron a la búsqueda— por fuera de este sistema —de alternativas más o menos exitosas desde el punto de vista de asegurar la reproducción ampliada de la vida. Se trata de emprendimientos familiares, asociativos o comunitarios que se vinculan principalmente con mercados locales, contribuyendo a dinamizar territorios de pequeño o mediano tamaño.
La economía social integra, por un lado, por una vertiente institucional (mutualismo, cooperativismo) promovida en América Latina por inmigrantes europeos a fines del siglo XIX y principios del XX. Por otro lado, también esta integrada por una vertiente menos institucionalizada y más reciente ligada a la agricultura familiar o campesina, y a organizaciones autogestionarias formadas al calor de las crisis (de pérdida de salarios y empleos) que funcionan con una organización del trabajo y una lógica diferente a la de los mercados.
Un avance en la conceptualización de la economía social es que integra la dimensión solidaria cuando las organizaciones que la conforman desarrollan prácticas nuevas en función de un proyecto de bien común, de corresponsabilidad, de justicia, de transformaciones sociales hacia relaciones más equitativas tanto en los ámbitos familiares (relaciones de género), como en los emprendimientos y territorios en los que actúan.
Inclusión y reconocimiento
En América Latina, los diferentes aportes a un pensamiento alternativo han contribuido a generar un espacio para el discurso de los derechos humanos y se impulsan cambios en las legislaciones de algunos países, abriendo espacio al respeto a la diversidad y al ejercicio de los derechos, como es el caso del matrimonio igualitario en Argentina.(4) Las regulaciones en los mercados de trabajo experimentan modificaciones que procuran mejorar condiciones laborales, asegurar el derecho al trabajo y combatir la discriminación, como por ejemplo los cambios a la normativa para las empleadas domésticas en casas particulares en Uruguay.(5) Asimismo, se le da creciente importancia al trabajo de cuidados en las políticas públicas,(6) y se procura disminuir las brechas en el acceso a las nuevas tecnologías y a la educación de calidad.(7)
En síntesis, comienza a reivindicarse la deuda histórica con grupos excluidos y vulnerables, y se enfatiza el combate a las desigualdades, en particular las de género. En este sentido, la Constitución de Bolivia señala entre los valores en los cuales se sustenta el Estado, la igualdad, la inclusión, la igualdad de oportunidades y la equidad social y de género.
Otras innovaciones constitucionales dan cuenta del reconocimiento de la importancia económica del trabajo doméstico y las actividades del cuidado y en general, del trabajo no remunerado de las mujeres.(8) En 2008, la Constitución de Ecuador recoge la necesidad de garantizar el empleo femenino en igualdad de derechos, condiciones de empleo y acceso a la seguridad social (Artículo 36). Asimismo, el texto constitucional reconoce el trabajo doméstico no remunerado como ‘labor productiva’ y lo toma en consideración para ser compensado en situaciones especiales.
En Bolivia, la Constitución reconoce el valor económico del trabajo del hogar como fuente de riqueza que deberá cuantificarse en las cuentas públicas.(9) En la República Dominicana, la Nueva Constitución Política del Estado (2010) recoge el principio de igualdad, el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia, el reconocimiento del valor productivo del trabajo doméstico y la igualdad salarial por igual trabajo, y se observa el lenguaje de género en todo el texto constitucional.
En Paraguay, el principio de igualdad sustentado en la Constitución Nacional y en la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer se incorporó en el documento ‘Paraguay para todos y todas: propuesta de política pública para el desarrollo social, 2010-2012’.
Estas innovaciones dan cuenta de los avances en la institucionalización de la lucha contra la desigualdad de género. También están en sintonía con los nuevos paradigmas que comienzan a formularse, recuperando la concepción de una economía al servicio de la vida, tal como la formulan diversas teóricas de la economía feminista.
Sin embargo, estas propuestas se insertan contradictoriamente en el marco de la permanencia de democracias inestables y débiles, tanto desde el punto de vista formal como sustantivo en términos de acceso a derechos. Su implementación se relaciona más con compensaciones o alivio de consecuencias de políticas sociales que con la desigualdad en la distribución de los recursos económicos. En otros casos, se trata de experiencias con un potencial demostrativo pero todavía incipiente y con poca capacidad de introducir modificaciones a nivel macro. Es decir, todavía no resultan visibles y claros avances en los cambios relacionados con las formas de acumulación y funcionamiento del sistema económico. Es precisamente en este punto en el que el feminismo, al cuestionar los objetivos dominantes del funcionamiento de la economía, aporta e interpela sin dejar de promover la vida y su reproducción como objetivos centrales de la economía.
Las contribuciones del feminismo
Los planteos feministas encuentran puntos en común con estas perspectivas y su incidencia está en la base de algunas de las propuestas señaladas. Se parte de la crítica al funcionamiento del sistema económico y la injusta distribución de recursos, trabajos y tiempo entre mujeres y hombres y entre otras dimensiones de la desigualdad, como clase, etnia y edad.
La investigación teórica y empírica desarrollada en las décadas recientes por las feministas ha dado lugar a la existencia de un creciente cuerpo de evidencias que demuestra que las desigualdades de género a nivel micro están relacionadas con los resultados macroeconómicos, el crecimiento y el desarrollo. Incluso se ha obtenido evidencia respecto a que la promoción de la igualdad de género es un elemento constitutivo del crecimiento, tanto como un instrumento para poner en marcha círculos virtuosos de desarrollo.
Los ejes del debate feminista se relacionan con cambios en las políticas macroeconómicas y en su contenido social, debido a su rol crucial para la inclusión, por su relación con el dinamismo del desarrollo, la inversión productiva y el incremento de la productividad. En este sentido, el entorno macroeconómico repercute en el crecimiento (y es condición para que se produzca), pero las características de este último repercuten en la equidad (Espino, 2012). En este plano, las políticas en la región aún muestran características inerciales, lo cual ha sido ampliamente señalado por CEPAL (2010a) y discutido por su influencia sobre la igualdad de género (CEPAL, 2010b).
Enfrentar las desigualdades de género, si bien requiere políticas específicas, también depende del entorno macro global. En este sentido, las políticas fiscales y el consenso necesario para adaptar el gasto social y la recaudación de ingresos a las necesidades existentes, son fundamentales para lograr un proceso de distribución que entre sus pilares considere la responsabilidad social y del gobierno por el bienestar. Una área importante de la investigación feminista en las últimas dos décadas se ha focalizado en el impacto de las políticas fiscales contractivas y el rol reducido del Estado sobre la organización social del cuidado, con sus consecuentes impactos negativos en potenciales mejoras de la calidad de vida de las mujeres en el largo plazo. Si bien las políticas desarrolladas recientemente en América Latina para enfrentar los impactos de la crisis global tuvieron un marcado carácter contracíclico, poniendo énfasis en el gasto social y los objetivos de empleo, carecieron de una perspectiva de género tanto en su formulación como en su implementación (Espino, 2012).
Pese a los avances señalados en el plano del reconocimiento de la importancia del trabajo doméstico y de cuidados realizados por las mujeres, se está muy lejos de avanzar en sistemas de cuidados que combinen adecuadamente la participación del Estado, el sector privado y las familias. Esto, además de su importancia para los intereses de género y las posibles ganancias en diversas formas de autonomía de las mujeres, puede sentar las bases para una redistribución de ingresos y capacidades en el largo plazo.
Conclusión
La consolidación y sostenibilidad de estas perspectivas, no son ajenas a la política y la correlación de fuerzas entre sectores con intereses contrapuestos. En efecto, pese a la presencia de gobiernos más o menos progresistas en la región, todavía persisten políticas que responden al modelo neoliberal hegemónico que favorece a los poderes económicos concentrados, no regulan a los capitales especulativos y tienen medios de comunicación corporativos aliados a esos intereses. Además, las políticas ignoran la esfera de la reproducción y del cuidado, y son ciegas al género.
En la mayoría de los países de la región –incluyendo algunas democracias débiles, imperfectas o ausentes- las correlaciones de fuerzas no permiten una transformación verdadera. No obstante, si alguna lección histórica dejó huellas claras en América Latina, es que los rumbos del desarrollo no están signados por saltos revolucionarios. Los cambios se dan más bien por caminos graduales de fortalecimiento democrático, con esfuerzos sostenidos y procesos de negociación entre intereses contrapuestos, con una ciudadanía que integre nuevos actores hasta ahora excluidos que participen y acompañen esos procesos y controlen su marcha. Es indudable que el movimiento de mujeres gana protagonismo en los nuevos espacios locales y comunitarios, que el feminismo obtiene logros para instalar debates e incidir en la normativa y el diseño de políticas. Pero todavía no logra permear las estructuras de poder para instalar acciones decididas y persistentes hacia la equidad de género.
Pese a los avances que propicia el actual ciclo de búsqueda de alternativas, continúan pendientes los mayores desafíos que enfrenta la región: medidas estructurales que actúen de manera drástica sobre la redistribución del ingreso, incluyendo políticas fiscales progresivas; fortalecimiento de la participación ciudadana, la institucionalidad y la transparencia; profundización de la integración regional. Y como vía hacia la justicia social y de género, el desafío de encarar una organización social de los cuidados que incorpore contribuciones balanceadas por parte del estado y los hombres, para compensar el trabajo invisible y no reconocido de las mujeres.
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